lunes, 1 de marzo de 2010

Humo
Tenemos que encontrar frases verdaderas
Ingeborg Bachmann

Entre la espuma de las olas al romper en la playa y el horizonte hay anclados, en dos franjas bastante separadas, cuatro cargueros y tres embarcaciones de recreo. Piensas que forman un todo armónico a pesar de lo azaroso de su posición.
En el paisaje natural, el azar de la distribución de árboles y rocas, los colores que se observan y las dimensiones de los elementos o las formas que las nubes van tomando, nunca nos inducen a pensar que la naturaleza se ha equivocado. Consideramos que el panorama es hermoso.
Ante un cuadro de Jackson Pollock tendemos a pensar que lo azaroso es la substancia principal de su construcción. Sin embargo, las fotos que Hans Namuth tomó en su estudio entre julio y octubre de 1950 muestran a un artista sumido en una tensa concentración, que atiende y observa cada milímetro de la tela. Su danza de goteos y lanzamientos, congelada por Namuth en cerca de quinientas fotografías, ilustran un simulacro de azar sólo sostenido en lo incontrolable de la dispersión de las salpicaduras de las gotas y en los deslizamientos de las masas de color principales.
Aparece la intuición de que algo guía el deambular del artista alrededor del cuadro goteado como un firmamento de verano. La agitación, la concentración, los lanzamientos de pintura y goteos, los recorridos por el cuadro, parecen responder, más que al seguimiento de una cartografía previamente aceptada, al tenso acecho de un orden.
¿Qué nos hace asimilar como cosa ordenada, en un paisaje natural, lo que no es sino producto de la casualidad, del caos? ¿Por qué admiramos la “belleza” de cordilleras, glaciares, estepas, sabanas, desiertos u océanos, su fuerza abrumadora que nos reduce a un estado de melancólica hipnosis? Sabemos que existen causas geológicas, climáticas, electromagnéticas, erosivas que, ciega y gratuitamente, fabrican la topografía de la materia que vemos y habitamos, y que cada época, con los conocimientos que hereda y los que elabora, diseña su explicación última de la realidad y construye la senda del futuro sin caer en la desesperanza al ver, cada vez con mayor claridad, que el plan no es más que un vector de dirección prácticamente infinito; que no define sino el deseo de encontrar eso a lo que la física alude como teoría unificada. El incompleto y ansioso bloque de conocimientos acumulados nos indica la existencia de reglas y fuerzas que determinan la composición y comportamiento del mundo material, y nosotros, lejos ya de la caverna -aunque no demasiado-, aun ajenos a la especialización científica o al margen de ella, sentimos la existencia de un orden cósmico. Y quizás nuestro aturdimiento ante la “belleza” natural no sea sino el reconocimiento de la existencia de ese incomprensible, amenazante y majestuoso orden.

Saber que no es Zeus el fabricante del glaciar Perito Moreno es un consuelo relativo: sí, tememos un poco menos los efectos asesinos de las fuerzas naturales y no los contemplamos como un castigo olímpico, pero, a cambio, los físicos de la teoría de cuerdas prácticamente nos ponen ante la consideración de que, en realidad, el Perito Moreno no existe, es una alucinación, pura vibración energética. 
Sea cual sea el fondo de ese pozo desfondado al que las ciencias descienden, el arte parece excavar en la misma dirección, aspirar al mismo encuentro con lo definitivo. El artista, necesitado de una amalgama que sostenga su edificio, desearía que fuese tan estructurada como la que siente que cohesiona el mundo de lo real, pero ha de vérselas en su interior con aquello insondable que, a diferencia de la substancia de su propio cuerpo -mas de él emanado-, carece de ley y orden. Ha de conformarse con una prospección generada en un bucle: la desarticulación de la que parte, la carencia de orden, es forzada a una formalización -servida, en gran parte, por los extraños materiales del indescifrable interior- que instaure una apariencia de orden, una experiencia que le permita apartarse de aquella reducción a la pura biología de la que habló Arendt.
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Más que imitar a la naturaleza, al artista le gustaría invitarla a intervenir en su trabajo, como si deseara acceder así a procesos portadores de orden.
En sus obras aparecerían marcas y materiales procedentes de un mundo ajeno al de las técnicas del estudio -sean las clásicas o las que la tecnología actual permite-, que las dotarían del estigma corrosivo de la vida, del tegumento elaborado por el transcurrir del tiempo.
Así, quisiera que el color, la erosión y la trama temporal -una trama de tramas- se fundieran en un cuadro-fotograma que fuera semejante a la respiración de un bosque antiguo.
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Hay algo del viejo espíritu alquimista en el trabajo del arte, huellas del hornillo de atanor en el taller. La piedra filosofal se resiste a abandonar el pozo de las fantasías humanas y, latente, irradia desde el fondo el calor de su fiebre.
Sal, azufre, mercurio / magenta, verde, azul; tanto da; separar, purificar, juntar; transmutación, inmortalidad…
Le pregunto a Y. por qué no ha dibujado nada en toda la mañana. Me responde con énfasis y tristeza que quisiera que su dibujo fuera deslumbrante.
De su entonación se infiere que no es necesario ni deseable hacer nada por debajo de tal exigencia, como si hubiera tenido una revelación insoslayable y de tal intensidad que no pudiera concebir para sus invenciones menos que la facultad de enceguecer. O quizás sintió que deslumbrar, la luz total, está tan fuera de nuestro alcance como atrapar nuestro reflejo en un plato con mercurio. La inasibilidad del mercurio -para los alquimistas el metal origen de todas las cosas- y su azogue como trasunto de nuestra desazón e incapacidad para fijar en una obra o pensamiento -o en un millón- ni un atisbo de totalidad; sólo el rastro de su añoranza.
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En el fragmento dedicado al montaje en su libro Reflexiones de un cineasta, Einsenstein, para mostrar la diferencia entre representación e imagen, pone un ejemplo sacado de la segunda parte de Anna Karenina:
“Cuando Vronski había mirado el reloj en la terraza de los Karenin, estaba tan perturbado y tan absorto en sus pensamientos que había visto las manecillas, pero no reparó en la hora que era”.
El cineasta ruso explica la diferencia entre una representación, el reloj, y una imagen, el tiempo, para hacernos comprender en qué consiste la fijación dramática de una situación.
En este caso, la secuencia literaria difícilmente puede tener correlato comprensible en el cine, ya que éste no puede mostrar en un plano todos los pensamientos de un personaje. En la novela sabemos que la preocupación de Vronski viene de que Anna le ha informado de su embarazo; si la escena fuera cinematográfica el actor Vronski nos haría comprender su preocupación, pero difícilmente nos podríamos hacer cargo, suponiendo que fuera importante, de que no ve la hora aunque esté mirando el reloj.
Mediante la voz en off, o la existencia de un personaje o grupo narrador ajenos a la acción -como la voz tras el telón kabuki o el coro griego-, cuya intervención equivaldría a la del narrador omnisciente en la novela, sabríamos tal circunstancia, pero estos recursos son equivalentes a los rótulos del cine mudo.
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“Bueno, vamos en dirección al objetivo.
Estaremos aproximadamente a unos 50 km al sur de Can Tho, hacia el suroeste de Vietnam.
Vamos a lanzar un ataque con cuatro bombarderos.
Cada aparato está cargado con 3.200 kg de bombas…
Es absolutamente maravilloso.
Hoy llevamos bombas y napalm en dos de nuestros aparatos. En el mío y en el número dos, llevamos bombas de 500 libras y bombas de uso general de 250 libras. El tres y el cuatro llevan napalm. Así que debería ser medianamente divertido. Deberíamos ver fuego terrestre y los incendios del napalm, y, quizás, algún chino…”
Transcripción de las declaraciones en vuelo de un piloto de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, en la película de Chris Marker Le fond de l’air est rouge, de 1977.
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En el cine documental aparecen hechos reales o escenificados y un correlato hablado. Se comenta o critica la acción que se da a ver, y esta se ofrece en secuencias que dan cuenta del todo.
En una película, la acción se crea ante los ojos del espectador.
En las declaraciones, de pocos segundos, del piloto americano de la película de Marker están concentrados los datos de una acción. Una ficción fílmica que presentara la misma información, habría de recurrir a varias secuencias en las que se nos diera a ver el proceso que arranca con la orden de ataque y remata en el bombardeo y sus efectos.
El tiempo requerido para la exposición de los datos es generalmente mayor en las películas que en los documentales, o palpablemente mayor si se enfatiza la descripción. El encadenamiento de planos que componen la secuencia de la escalera de Odessa en el Potemkin de Einsenstein alarga el tiempo, como si la elocuencia contuviera el polen de la inmortalidad, y la perseguida “imagen” -que argumenta el director en su libro citado-, no fuera posible fijarla en el decurso temporal ordinario, y requiriera una quiebra tan ambiciosa que no se conformara con el mero filmar la escueta acción, ya en sí realzada por el espectacular escenario en que se desarrolla y la masa de figurantes. El centenar largo de planos de la secuencia carga con las acciones y emociones de las personas, con los variados encuadres, luces y sombras, con la diversidad de profundidades de campo, posiciones y movimientos de cámara, y asalta el ánimo del espectador con tal arrojo y brillantez que, en verdad, logra convocar una imagen: la de la espantosa y mortal violencia que puede emanar del Estado. Y tanto poder tiene la imagen lograda -mandala o imago mundi no sólo del Estado zarista sino de cualquier Estado-, que la ficción de la carga militar y la masacre ha venido tomándose por hecho acaecido.
Si, según Karl Kraus, los méritos de todo lenguaje radican en su moral, podríamos quizás invertir los términos para aseverar que un lenguaje de tan poético y elevado tono como el de El acorazado Potemkin, cubre con un manto moral lo que, de encargo, no era sino un proyecto de propaganda y exaltación de la Revolución de octubre.
Aunque, claro, podemos encontrar algunos vestigios del espíritu de tal encargo. Entre otros, y emocionantes en su elementalidad, los tres cortísimos planos del león de piedra -durmiente / erguido / rugiente-, insertados en la secuencia de los cañonazos que el barco rebelde lanza contra el Palacio de la Ópera, cuartel de las fuerzas zaristas.
Y si el citado: “no reparó en la hora que era” es difícilmente representable en cine, -al menos en la misma toma en que un supuesto actor-Vronski expresara su desconcierto y angustia-, en reciprocidad, el efecto de los tres planos del león sería sumamente trivial traducido a palabras. Pudovkin, en Film Technique And Film Acting, propone como traducción “león revolucionario” o “hasta las piedras se rebelan y gritan”, de exiguo acento lírico en comparación con el que adquieren en la secuencia, cuyo montaje considera “de efecto aplastante en la pantalla” y responsable de que la película pase a tener “una capacidad de representación libre, simbólica, independiente de los requisitos de una elemental probabilidad”.
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En 1956, Henri-Georges Clouzot filma, con Claude Renoir como director de fotografía, Le mystère Picasso, Gran Premio del Jurado en el festival de Cannes ese mismo año. Picasso aparece pintando ante la cámara; la pintura, la acción, se crea ante los ojos del espectador.
Como lo que vemos es lo que se entiende por un documental, como lo documental está formado por un conjunto de datos que se organizan y muestran para conocer una verdad, y como lo pintado ante la cámara fue destruido tras la filmación, cabe preguntarse qué verdad documenta el documental, si el hecho de pintar o la producción de un objeto del arte. Que luego se destruye.
O, con omisión de clasificaciones -ficción o documental-, qué da la película a ver, aparte de las enseñanzas que puedan extraerse de ver cómo “actúa” un maestro manejándose en su oficio; o de contemplar a un famosísimo artista.
Y, ¿por qué se destruyeron las pinturas? ¿Porque son objetos ilusorios, más del atrezzo cinematográfico que del arte tras haber sido filmados? ¿Porque el artista considera que su actuación ha sido fingida, que lo realizado carece del carisma de la obra de arte quizás por haber sido desvelado el proceso de gestación?
En el supuesto de que se intentara crear un documental sobre las matanzas de la mafia, nadie se plantearía la necesidad de filmar un asesinato real. Los asesinos, caso de conocerlos y poder contactar con ellos, no lo consentirían porque la filmación no sería parte de un documental, o no sólo eso, sino, más bien, complicidad y prueba incriminatoria.
En el caso de la película de Clouzot, la prueba incriminatoria fue concedida, acordada; el criminal se prestó a cometer varios asesinatos. El precio fue convertir el crimen en simulación. Picasso decidió quizás, que aquellas pinturas equivalían a los tornillos, a las lentes, a los pasteles que unos habilísimos, tornero, óptico o cocinero hubieran fabricado ante la cámara. No hubo cadáveres -¿O sí?
Le mystère Picasso muestra todo lo que se puede mostrar acerca de la destreza de un gran artista. No muestra nada en absoluto de qué hay detrás de tal maestría para que aparezca lo que aparece en las pinturas, caso de que hubieran llegado a existir tras un indulto que no se concedió. Se muestra el hecho, el métier, la facilidad de pintar, la acción de pintar, pero no la pintura. Ni olemos ni gustamos el plato cocinado. La experiencia del arte no es mostrable.
Entonces no es un documental. Es una ficción -con un contradictorio y magnífico título documental- sobre el estatuto de la obra de arte, sobre el mundo en que vive la obra. La obra vive en el que la mira, y reclama como origen un lugar tan opaco como aquel de donde vengan el cloro, el estaño, o el radón. Quiere aparecer. Como un elemento de la naturaleza; tener su empaque y supurar misterio. Desea la densidad del uranio. Y, como éste, amenazar con la posibilidad de un bellísimo hongo capaz de arrasar lo establecido en el cerebro. Podremos saber el número y peso atómico de este metal e iluminar tales datos con las últimas consideraciones sobre el estado físico y la por el momento inexistente teoría unificada, aunque eso no hará que lo asimilemos completamente o podamos fabricarlo. Pero conocemos de él más que de la obra de arte, que sí fabricamos.
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Existe para el pintor una riada de instantes no codificados sino en sus obras que, compuesta también de todos aquellos pasados en la concentración y acecho de lo nunca-antes-visto o de la cezanniana verdad que se ha de dar a ver, y cargados de todo lo mirado, pensado y sentido, reclama un cauce que la desvíe del desagüe. Una nostalgia por lo no mostrado del esfuerzo ante la nada, que sólo puede dejar indicios en la obra, bien como ligereza y facilidad, bien como orquestada exposición de lo complejo. Pero nada aparece en ella del tiempo, dimensión que cabecea con nuestra sombra, se agita o se adormece y mide nuestra torpeza y afanes para que paladeemos su cadencia, fulminante como un chispazo en aquellos instantes en los que creemos percibir iluminación o atisbo de encuentro con lo verdadero. Y tras la descarga vuelve a tornarse espejo.
Véanse las fotografías de Namuth a Pollock. Acción congelada, y no en el sentido temporal sino de temperatura. Hielo.
¿Por qué Pollock se dejó fotografiar trabajando?
¿Por qué Picasso consintió que su mystère fuera iluminado –físicamente de manera soberbia, por cierto- y reducida su envidiable capacidad para fabricar material radioactivo a una cuestión de gracia y destreza?
Podían haberse acogido en la negación o en el color pero decidieron servir como modelos. Quizás porque no habían aparecido aún esas maravillosas estancias que Turrell ha realizado como regalo para los pintores, para que floten en el color y lo sientan de otra forma, disfrazado de tiempo que atraviesa. El color como avatar del tiempo.
Considerar que un poco de publicidad no estorba -ni al mismo Picasso- no parece motivo suficiente para que los dos artistas consintieran en la exhibición. Hay en el otorgamiento algo que no es sólo búsqueda del eco de los media y que ha de tener que ver con un tiempo que no es el tiempo suspendido que la publicidad otorga al objeto de su atención.
Se trataría de un tiempo vicario, pura sinécdoque, de todo ese tiempo sembrado de las palabras, sensaciones, deseos, pensamientos, recuerdos, sonidos, noticias, alegrías y desgracias que eslabonados con los casi inconscientes movimientos y operaciones del oficio que trabajan la obra quedan excluídos de ella aunque a ella, por tal tiempo inseminada, pertenezcan.
Un tiempo trenzado. Su activo recuerdo.
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Tan rápida como la voz, la mano que dibuja ejerce de traductora de las ideas a versiones condensadas, más o menos alejadas de las estructuras lingüísticas y sin pasar por su filtro. Desde el balbuceo a la más alta elocuencia el dibujo permite, bien la aparición de lo que en el pensamiento no tiene forma, bien idear a partir de lo dibujado. Es decir, elabora, en una especie de anagnórisis, un reconocimiento de lo pensado, y también, epifánicamente y en retorno, “da forma”, puede asear y perfeccionar el pensamiento.
Y a veces la mano necesita o añora inexplicablemente ensayos materiales venidos por la habilidad que su morfología permite, pero también por la agudeza del sentido del tacto en ella especialmente sensible. Y así, de tal añoranza y de la conciencia de su potencial se contemplan proyectos que cuentan con los materiales sencillos, pero distintos de aquellos con los que normalmente trabaja, que aporten o incluyan posibilidades imposibles de gestionar con éstos. El color, el pincel, la pintura, no manipulan, aunque puedan “representar”, nociones como rigidez y flexibilidad; dureza y blandura; lo rugoso y lo liso, etc. De estas maquinaciones de soporte material nace lo tridimensional como no queriendo hacerse evidente, porque de lo que se trata es de una laboriosidad que maneja sólidos en vez de líquidos.
Con la inmediatez del esbozo y la facilidad para las correcciones, el dibujo sólido nace de la relación de diversos materiales con el espacio y aspira a tantearlo o demarcarlo de manera similar a cuando el dibujo normal tantea la posibilidad de la imagen, la proyecta, o la describe sin ánimo definidor sino, más bien, alusivo.
Se diferencia de la escultura por su anémico espíritu volumétrico y su falta de pretensiones o comentarios sobre la densidad, el peso, el movimiento o la propia entidad tridimensional. Si pudieran dejar de pertenecer al estado gaseoso y cristalizaran, las volutas del humo de este cigarro o aquella hoguera serían perfectos -aunque inhumanos, por naturales- dibujos sólidos. Porque de manera parecida que éstos, aparecen aquellas de una relación en el espacio entre los gases de la combustión, con su densidad y temperatura, y el aire con las suyas y su movimiento, como sondeando sus propias evoluciones y ajenas a cualquier intención canónica.
De su relación con la pintura cabría decir, si se carece de pudor, que pertenecen a esa reciente ocurrencia, revestida poco menos que de especie sacramental o categoría, llamada pintura expandida, si no fuera porque puede muy bien dudarse de que tal denominación tenga contenido alguno lógico u ontológico -ni siquiera humorístico-, a no ser que de su instauración se siguiera que bajo tal lente habría que enfocar el conjunto de los objetos del arte pues, que sepamos, de Altamira o Lascaux vienen todos.
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Once personas en el interior de una iglesia. Una de ellas, el sacerdote que oficia. Otra, toca el órgano mientras los demás rezan, cantan, comulgan, son bendecidos y, finalmente, despedidos por el celebrante. Salen de la iglesia.
La ascética, seca secuencia con la que comienza Los comulgantes, que Ingmar Bergman rodó en 1962, se abre con un plano del rostro de hierro de Gunnar Björnstrand quien compondrá, en el papel del pastor Thomas Ericsson, una interpretación escalofriante.
Dura doce minutos y tiene 47 planos. Muchos de ellos, primeros -sostenidos con tanto aplomo como el de entrada- de cada uno de los asistentes.
Enseguida, con la aparición tras Björnstrand de Ingrid Thulin o Max von Sydow, entenderemos rápidamente que la conjunción del director con algunos de sus actores preferidos y con el no menos habitual Sven Nykvist como responsable de la fotografía haya hechizado a generaciones de cineastas y aficionados con la magia que emana de unas historias que, con excepción de Fanny y Alexander, tocan lo más duro e inquietante de lo que somos.
Einsenstein utilizó más de 130 planos para montar su magistral secuencia de la escalera de Odessa. Desarrolla seis minutos de la película.
Entre El acorazado Potemkin y Los comulgantes transcurrieron 37 años.
Los soportes fotográficos, líquidos de revelado, lámparas, ópticas y cámaras fueron desarrollándose y perfeccionando, y, durante ese tiempo, los cineastas digirieron la práctica del montaje, invento -al menos en su más intensa y poética capacidad- del cineasta ruso y por él teorizado, distribuyendo cargas de profundidad a discreción (de Griffith a Kulechov o Pudovkin), con perspicacia, entusiasmo y gran aparato crítico.
Pero esos años son los de la Guerra Civil española, las purgas de finales de los años 30 -el Terror- en Rusia, la II Guerra Mundial, la Shoah, el Gulag, el Gran Salto Adelante…
Como el cine, la voz de la poesía cambia también en ese lapso atroz.
En el comienzo, por ejemplo, la Oda a Salvador Dalí, de Lorca (1926); al final, Poemas, de Celan (1962).
Sin embargo la música parece ajena al mundo de las desgracias. En 1922, en el puerto de Bakú, pudo escucharse la Sinfonía para silbatos de fábrica, de Arseny Avraamov, orquestada con las sirenas para niebla de los barcos de la flota del Cáucaso, ametralladoras, bocinas, sirenas de fábrica y cañones.
De 1962 es Stratégie, de Iannis Xenakis, estrenada por Bruno Maderna y K. Simonovitch en el Festival de Venecia de 1963.
Del 65, Ricorda cosa ti hanno fatto in Auschwitz, de Luigi Nono…
En 1925, el entusiasmo revolucionario del Potemkin, la fraternidad, la construcción de un mundo nuevo.
En 1962, la desolación de Los comulgantes, la pérdida de la fe.
Poco después su director filmará, con un arranque amargo y terso, La hora del lobo (1968). Se abre con el encuadre de una cabaña en plano medio; de la puerta sale Alma (Liv Ullman), se acerca hacia la cámara lentamente hasta una mesa situada en primer plano, se sienta ante ella; despacio, gira noventa grados la cabeza hacia su derecha y comienza a hablar.
Sus primeras palabras son:
No… no tengo nada más que decir.
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Otto Pffeifer

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