lunes, 10 de octubre de 2011


                                    



Aparentemente nada hay más alejado de la pintura que la música, y se podría continuar con las comparaciones de distancia para concluir que la música ocupa un lugar si no alejado, sí aislado de cualquiera otra ocupación humana artística, científica, industrial o filosófica. La aparente cercanía la motiva la continua referencia metafórica: lo musical como cajón de sastre para adjetivar lo armonioso, sea planta, animal o firmamento, sea un teorema o un lanzamiento espacial.
Como propiedades atribuidas y ensayadas se tiene lo de que calma a las fieras -lo que es muy útil, pues mientras se cantan el Cara al sol, La Marsellesa o La Internacional, no se asesina, ni se guillotina, ni dan ganas de torturar en la Lubianka-, pero no siempre, pues acompañó a los prisioneros del lager, bien al trabajo, bien al encuentro con el Zyklon B y, más recientemente, sirvió para torturar en Guantánamo. Nada de lo dicho interesa a efectos de comentar su misteriosa sustancia. La música se compone y sólo se escucha. Solemos referirnos a ella como “una forma”, pero no tiene identidad que se deje atrapar en el texto. Lo más parecido a un acercamiento literario a la música, o, dicho de otro modo, a una misteriosa y arriesgada objetualización de la misma, es la descripción de Thomas Mann de cómo un músico se hace cargo de la belleza de una composición observando la partitura. Como si la música estuviera allí, incrustada en la tinta de la notación, y cobrara forma y vida.
Es irónico que tal acercamiento se produjera en la escritura de quien no era un experto en la materia. Pero, como sabemos, Mann encontró en un admirador al asesor musical que necesitaba para su Doctor Fausto. Mantenido largo tiempo en secreto, además de filósofo, sí tenía, a diferencia de Mann, formación musical pues estudió composición con Alban Berg y piano con Eduard Steuermann, e imaginó para Doctor Fausto hasta títulos y características de composiciones musicales que se citan en la novela de Mann como compuestas por su protagonista, Adrian Leverkühn. Mann -o su secreto asesor, Theodor Adorno, más el propio autor- cometió el error, travestido en agresiva licencia artística, de atribuirle a Leverkühn la invención de la dodecafonía. Sin contar con Schoenberg. Una novela…
Todos los seres humanos tenemos una básica e involuntaria formación musical proporcionada por los latidos de nuestro corazón. También están el goteo de la lluvia, el fragor del trueno, el continuo rítmico de las olas del mar, y, más infrecuente pero no menos importante, el silencio.
El emocionante silencio de, por ejemplo, una nevada.
Y el sonido y ritmo de nuestras lenguas, y la inmensa variedad de nuestros tonos de voz y la posibilidad de modularlos. Y los gritos de dolor o el aire que sale atropellado de nuestras gargantas al reir. Y tenemos a los animales con sus voces que rugen, gruñen, cacarean, silban, maúllan, mugen, barritan, ladran, ululan…
Y nuestra imaginación, que nos lleva a inventar los desconocidos sonidos que hubiéramos deseado escuchar, o a incorporar ruidos industriales a la composición, para que aparezcan o la música que acompañaría la venganza de Medea (Xenakis), o La fabbrica illuminata de Nono.
Y así, lo que en su origen quizás no fuera más que el ensayo de articular un eco, imitación o contrapunto a los sonidos naturales -al inmenso recital sonoro del planeta-, nos es tan imprescindible como el agua o como el aire que respiramos, tal que un espejo en el que contemplaríamos, ordenado e inteligible, el sonido milagroso de nuestro propio organismo.
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 El Golem en el que acaba constituido el hombre hoy, atravesado nada más que por instancias de mercado, solicitado y referido como cliente y ya no como ser con dignidad humana, olvidó cómo se mira y para qué. Sus ojos de barro, más que ver, se representan ante sí, como simulacro de vista, una virtualidad en la que el mundo es un flujo de mercancías, de fetiches, que en su desfile incesante aplastan el tiempo. Estos hombres de barro que se relacionan entre sí “bajo la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas” (Marx, 1867), toman como propias, consecuentemente, e incluyen en su mundo lo que no les pertenece como si fueran obra de su propia labor, pues en la indiferencia de la mercancía y en el mundo de la propia escisión se hace tabula rasa, como en la primera infancia, de lo interior y lo exterior, del yo y los otros, indiferenciando persona y cosa.
En reducción algo atroz: del aplastamiento del tiempo se sigue que no lo haya para mirar –o leer, escuchar, criticar- el arte; de la indiferenciación mercancía-persona, el apropiacionismo y todos los neo artísticos… El abandono irremediable, en fin, de la aspiración a sentir -con Stefan George- el aire de otro planeta.
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La política, cuyo método se llama nihilismo (Benjamin) puede ciertamente destruir el mundo viejo, pero no puede construir un mundo nuevo, a menos que lo haga en la imaginación poética y debe, por lo tanto, ingresar al camino de la interioridad”.
Fragmento extraído de Notas sobre el surrealismo, en el libro -tremendo- de Jacob Taubes, Del culto a la cultura.
Tras su lectura pienso en Irak, los jemeres rojos y la Alemania nazi. En la aniquilación de un país, el vaciamiento de las ciudades camboyanas, la shoa. Y en los políticos poetas. Y en la cultura como consuelo. Y en el malestar en la cultura. Y en los críticos que nos obligan a pensar en lo que era el arte antes de que fuera Arte y que no temen asociar la Ilustración con los cadáveres de los niños que flotaban en el Sena (en Santa Lucía y los bueyes, de Enrique Andrés Ruiz).
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Otto Pffeifer

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